Miguel Ángel Mainar
Que la actividad humana tiene efectos sobre los ecosistemas es una verdad de Perogrullo, pero, sobre todo, una dinámica inevitable. Podemos discutir sobre el alcance que esos efectos deberían tener, mas pretender que la presencia de las personas sobre el planeta tenga efectos medioambientales neutros se acerca más a lo quimérico que a lo plausible. Incluso aparenta ser poco natural, porque todas las especies dejan su huella en este juego de equilibrios ecosistémicos que es vivir.
Que la actividad humana tiene efectos sobre los ecosistemas es una verdad de Perogrullo, pero, sobre todo, una dinámica inevitable. Podemos discutir sobre el alcance que esos efectos deberían tener, mas pretender que la presencia de las personas sobre el planeta tenga efectos medioambientales neutros se acerca más a lo quimérico que a lo plausible. Incluso aparenta ser poco natural, porque todas las especies dejan su huella en este juego de equilibrios ecosistémicos que es vivir.
Mientras la población mundial siga creciendo al ritmo que lo hace, la huella humana es razonable pensar que también tenga que ser mayor, porque no es lo mismo dar de comer, cuidar y mejorar la vida de hombres y mujeres cuando son un millón que cuando son dos… o cuando son 9000.
Otra cosa es que en ese “mejorar la vida” haya margen de maniobra y que llegados al punto de deterioro al que ha llegado el contexto medioambiental en el que nos desarrollamos también sea razonable realizar maniobras para minimizar la rotura que tanta actividad produce en el planeta. Un planeta, por cierto, que no está en peligro, porque cuando nuestra presencia sea absolutamente insoportable nos echará a patadas y se curará solico las heridas.
Lo que está en peligro, de momento, es buena parte de nuestras vidas, y especialmente el bienestar que decimos haber conquistado y del que en realidad nos hemos apropiado, aunque este sea un debate distinto.
Por eso es necesario establecer un diálogo entre las dos razones anteriores: la de la necesidad de seguir viviendo y dejando huella y la de hacer que esa huella, para no jugarnos el todo por el todo, sea lo más ligera posible.
Es en este diálogo donde la agricultura familiar puede jugar un papel fundamental. Primero, porque es la que tradicionalmente ha atendido las necesidades alimenticias de las personas y la que sigue teniendo (o al menos en eso confiamos) ese prurito en su ADN. Es, por tanto, la que puede conciliarse con la primera de las razones.
Y la agricultura corporativa, empresarial, uberizada o como quieran llamarla, ¿no?, podríamos preguntarnos. Es evidente que tiene mayor capacidad productiva que la familiar, lo que, a priori, la situaría en ventaja sobre esta si solo de alimentarnos se tratara. Pero no tiene el mismo prurito, su ADN es distinto, netamente capitalista y desarrollista a ultranza. La segunda de las razones, la de minimizar su huella, no le preocupa, en general, más allá de lo que la ley estipule.
La siguiente pregunta es ¿y los pequeños agricultores no piensan en el dinero? Evidentemente, lo hacen. Pero desde una perspectiva puramente economicista la explotación familiar es, prácticamente, un proyecto fallido. Su estructura económica lamina fuertemente su competitividad y si llega a ser competitiva es porque ha superado esa estructura limitante y ya no es tan familiar.
El económico es su gen defectuoso y, por tanto, además de no poder ejercer un capitalismo salvaje, tiene que hacerse valer exhibiendo otras características, digamos, más humanas, más pegadas al vecindario, a lo que la gente quiere y a lo que más le conviene.
Su debilidad económica es una fortaleza social. Podríamos decir que todavía tenemos la suerte de contar con la herramienta que puede modelar la alimentación serena que precisamos no solo para vivir, sino para perdurar. Ojalá los oligopolios energéticos que nos sablean a diario tuvieran el contrapeso de estructuras familiares similares.
Por eso es necesaria una ley que preserve y afile la herramienta y que esta, la agricultura familiar, sea consciente del papel que le toca jugar. Arbitrar la conversación entre dos razones aparentemente opuestas no es fácil, pero es su fortaleza.