José María García Álvarez-Coque y Dionisio Ortiz Miranda
Crisis agraria, ni tan nueva ni tan inesperada. Por José María García Álvarez-Coque y Dionisio Ortiz Miranda
José María García Álvarez-Coque y Dionisio Ortiz Miranda
En lo que llevamos de año ha vuelto a estallar el malestar de amplias capas de la agricultura española por los bajos precios, los elevados costes de producción y los desequilibrios de la cadena de valor. Han corrido ríos de tinta en las últimas semanas con argumentos que, por un lado, empatizan con los productores que reciben un porcentaje cada vez menor del valor final en los mercados minoristas, sometidos al exceso de poder de las empresas grandes; y por el otro, culpan a los agricultores de no saber organizarse y adaptarse a los cambios de la demanda por parte de los consumidores.
Pero lo que pasa no es tan nuevo ni tan inesperado. En realidad, estamos asistiendo a la enésima derivación de lo que el Premio Nobel Theodore Shultz denominó en 1945 el “problema agrario” que explicaba las crisis de ingresos de los productores por el desarrollo tecnológico y la inelasticidad de la demanda-renta de los alimentos. Hay elementos novedosos en la actualidad, como son la sofisticación del mercado, los nuevos retos nutricionales y climáticos, y la digitalización, entre otros, pero que no alteran en lo esencial la naturaleza de ese problema agrario.
Lo que ocurre en la agricultura tampoco hay que aislarlo de fenómenos de escala mundial, como es la concentración del poder económico y la riqueza en pocas manos, como bien apunta Pikkety en “El capital del siglo XXI”. Las cadenas de valor en la alimentación están cada vez más gobernadas por grandes grupos económicos, no solo a nivel de la provisión de insumos o en la distribución final, sino también cada vez más en la propia producción agraria. Las perspectivas de la demanda mundial de alimentos podrían atenuar coyunturalmente las crisis bajistas de precios, pero a medio plazo persistirán las presiones sobre las pequeñas explotaciones y las desigualdades dentro del propio sector. Esto pasa en un sector agroalimentario como el español globalmente exitoso, como sugiere el Observatorio publicado por Cajamar.
La obra de Shultz sentó las bases para una política agraria estabilizadora de rentas que prevaleció en Estados Unidos de la post-guerra e inspiró los inicios de la Política Agrícola Común en el viejo continente. El problema es que, con el paso del tiempo, las sucesivas reformas de la PAC, no solo a nivel de diseño comunitario sino en especial en el modo en el que han sido aplicadas en España, han estado permanentemente lastradas por la prioridad de mantener un modelo basado en ayudas directas que solo han sido un paliativo. Se ha actuado sobre los síntomas y no sobre las causas, sin orientar las ayudas hacia las explotaciones profesionales, a la mejora tecnológica y del capital humano, al estimulo de organizaciones de productores capaces de generar valor y capacidad de negociación, o al desarrollo de canales comerciales emergentes. Es más, los instrumentos de la política agraria tienen que integrar en esos objetivos sectoriales mecanismos que fomenten y remuneren los cambios que ha de introducir la actividad agraria para convertirse en un verdadero protagonista de la transición ecológica.
Esperemos que la reforma de la PAC, y especialmente el nuevo Plan Estratégico Nacional,tomen en serio la mejora de las estructuras productivas y comerciales cuyo resultado no se verá hasta pasados unos años. La falta de una estrategia aboca a una creciente dualidad en el campo español, donde coexiste la concentración empresarial y la acumulación de valor añadido con el abandono de tierras agrarias, la pérdida de patrimonio natural ligado a la agricultura y el declive de muchas comunidades rurales.