Eduardo Moyano Estrada (emoyano@iesa.csic.es)
Revisando los conceptos de seguridad y soberanía alimentaria
Coincidiendo con el Día Mundial de la Alimentación, la OMS (Organización Mundial de la Salud) publicó el Informe STRAIF sobre las carnes procesadas y rojas, que ha venido provocando una polémica (justificada) en la opinión pública. No es la primera vez que la OMS alerta sobre los efectos nocivos para la salud del consumo de determinados sistemas de producción de alimentos. Es su deber. Hasta ahí por tanto, nada nuevo.
No obstante, me gustaría aprovechar este asunto para abrir el debate en torno a la alimentación, revisando términos como los de “seguridad alimentaria” y “soberanía alimentaria” que suelen acompañar a los eventos que convoca cada año la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación).
Lo primero a resaltar es que, desde hace ya varios años, la campaña de FAO no está exclusivamente centrada en la lucha contra el hambre, como la que solía organizarse hace varias décadas, sino que ahora se enfoca sobre temas relacionados con la alimentación en su conjunto, lo que indica que desde la ONU se aborda el problema desde una perspectiva multidimensional.
Aun así continúan utilizándose nociones que deben ser sometidas a debate a la luz de los retos que han de afrontarse en este siglo XXI en relación con estos temas. Tanto la noción de “seguridad alimentaria”, como la de “soberanía alimentaria”, responden a enfoques sectoriales (agrícolas), que muestran sus límites para aprehender en su complejidad los problemas del hambre y la malnutrición.
Las limitaciones de los enfoques sectoriales
En lo que respecta a la “seguridad alimentaria” (derecho de los ciudadanos a una alimentación básica y segura), esta perspectiva sigue la línea de los enfoques sectoriales (agrícolas), basados en la idea de que un aumento de la producción de alimentos es condición indispensable para que se resuelva el problema del hambre en el mundo.
Para estos enfoques, no importa cómo ni dónde se produzcan los alimentos, pues lo relevante es que exista un elevado nivel de producción agraria a nivel mundial, y que el comercio sea el que se encargue de asegurar el abastecimiento de la población. Sin embargo, es un hecho que los enfoques sectoriales no están facilitando que se alcancen los objetivos previstos en la lucha contra el hambre (según FAO existen todavía 800 millones de personas en situación de hambre y desnutrición).
Además, están propiciando la expansión de modelos intensivos de producción y consumo que tienen graves efectos en el deterioro de los recursos naturales y que generan importantes desequilibrios en materia de nutrición y abastecimiento de alimentos a las poblaciones más desfavorecidas, además de provocar una fuerte volatilidad de los precios agrícolas, con el consiguiente empobrecimiento y abandono de las explotaciones campesinas en muchas zonas del planeta.
Por su parte, la perspectiva de la “soberanía alimentaria” (derecho de los pueblos a alimentarse por sí mismos) se enmarca también en un enfoque sectorial (agrario), centrado además en un modo de ver la relación Norte-Sur, como una relación conflictiva (el hambre y la pobreza del Sur es consecuencia de la abundancia y la riqueza del Norte).
El derecho de los pueblos a su propia alimentación es planteado por este enfoque a partir de una apuesta firme por los modelos de tipo campesino, denunciando las estrategias de las multinacionales (productoras de semillas, pesticidas, fertilizantes,…) y rechazando las políticas que protegen a la agricultura en los países ricos (como la PAC europea).
Sin embargo, desde mi punto de vista, y dado que estos problemas están presentes en el conjunto del planeta (hambre y malnutrición hay tanto en los países ricos, como en los pobres, aunque en diferente magnitud y con expresiones distintas), el enfoque de la “soberanía alimentaria” debería ser válido para todos los países.
También los países ricos tienen derecho a alimentarse por sí mismos, lo que justificaría la existencia de políticas agrarias destinadas a promover sistemas agrícolas capaces de asegurar el abastecimiento de alimentos a sus poblaciones.
Otra cosa diferente es si esas políticas proteccionistas tienen o no efectos distorsionadores en los mercados mundiales, y si acaban afectando de modo negativo a los campesinos de los países pobres, tal como ha ocurrido con ciertas medidas, como los precios de garantía o las ayudas a la producción, hoy ya erradicadas de la política agraria europea.
La “ciudadanía alimentaria” como enfoque integrador
Las limitaciones de los enfoques sectoriales han hecho que surjan nuevas perspectivas, más integrales y multidimensionales, a la hora de tratar estos problemas. Una de ellas es la perspectiva de la “ciudadanía alimentaria” (Renting, Gómez Benito, Lozano,…), según la cual los ciudadanos tienen el derecho a una alimentación sana y de calidad, pero también el deber de realizar un consumo responsable de alimentos, valorando los efectos que tiene sobre las generaciones futuras, sobre otras poblaciones (de nuestro entorno más cercano, y del resto de mundo) y sobre el medio ambiente.
Esta perspectiva concibe, además, a los productores y consumidores de alimentos (de los países ricos y de los países pobres) como sujetos activos con derecho a participar en el ámbito público para reorientar los modelos de producción y consumo. Para ello promueve la creación de movimientos sociales e impulsa el desarrollo de experiencias de cooperación entre productores y consumidores (canales cortos, mercados locales, slow food,…etcétera).
Como contraste con el enfoque de la “seguridad alimentaria”, esta perspectiva más integral plantea que el hambre y la malnutrición no son sólo un problema de producción de alimentos, sino de modelos de desarrollo, y que no es, por tanto, exclusivo de los países pobres (a los que se les tendría que ayudar por razones humanitarias), sino un problema global que tiene sus manifestaciones tanto en los países desarrollados (obesidad), como en los países en desarrollo (hambre y desnutrición).
Asimismo, el antes citado enfoque sectorial de la “soberanía alimentaria” podría ser subsumido también en éste más amplio de la “ciudadanía alimentaria”, dado que, a la hora de valorar las políticas a implementar en materia de producción y consumo de alimentos, un ciudadano activo y responsable debe tener en cuenta los efectos de esas políticas a nivel global, tanto desde el punto de vista económico, como social y ambiental.
El debate sobre el citado Informe STRAIF es una buena oportunidad para reflexionar sobre las limitaciones de los enfoques sectoriales para responder a las preocupaciones sobre los modelos de producción y consumo.
Declarar el derecho de los ciudadanos a la alimentación y de los pueblos a alimentarse por sí mismo no garantiza que ésta sea sana y de calidad, si esos derechos no van unidos al de estar informados sobre lo que comemos, y al deber de ejercer una actitud proactiva, tanto a nivel individual, como colectivo.
Es ahí donde adquiere sentido el enfoque de la “ciudadanía alimentaria”, ya que, como sujetos activos, debemos informarnos sobre los modelos de producción de alimentos, asegurarnos de que lo que consumimos responde a unas pautas válidas de sostenibilidad ambiental (incluyendo temas como el del bienestar animal), comprobar, además, que no se han producido en el marco de políticas perjudiciales para los campesinos de otras partes del mundo y, finalmente, movilizarnos para emprender acciones que busquen sistemas alternativos a los modelos de producción y consumo convencionales.
En definitiva, ante el Informe STRAIF, un ciudadano dispuesto a ejercer activamente su derecho en estos temas debe, primero, informarse sobre la solvencia de dicho informe, compararlo con otros estudios similares, exigir transparencia a las autoridades sanitarias y finalmente actuar en consecuencia haciendo uso de su libertad como consumidor y su capacidad para agruparse en acciones de tipo colectivo. Sólo de ese modo el derecho a la alimentación podrá ser ejercido como un derecho de ciudadanía