Es evidente que la globalización iba a generar patologías. Un libre comercio con normas asimétricas provoca rechazos en gran parte de la sociedad. Y la agricultura es parte de la misma. Los agricultores del llamado Primer Mundo, expuestos a la competencia internacional, ven con extremo recelo cualquier acuerdo que facilite las importaciones de productos baratos, sobre todo de los producidos en aquellos países donde se admiten normas fitosanitarias, ambientales y sociales más flexibles.
Trump rechazará el TTIP y lo lamentaremos
Por José María García Álvarez-Coque
El cambio tecnológico ha dado la puntilla a los sectores tradicionales. La agricultura en el mundo occidental exige cada vez más mecanización, mejoras logísticas, precisión y productividad, y todo ello en extensiones de terreno donde se requiere cada vez menos mano de obra. Si algo está afectando el empleo agrario, quizás no sea la globalización sino el cambio tecnológico.
Algunos optimistas, como un servidor, confiamos en un modelo europeo de agricultura que pueda compatibilizar el cambio tecnológico con la calidad y el respeto al territorio. En un futuro donde las ciudades se alimenten bien, preocupadas por el origen de los productos y por su impacto sobre los recursos, parecería que las oportunidades para generar empleos de calidad fueran mayores. Pero los ajustes relacionados con la liberalización de los intercambios son tan dramáticos que no hay tiempo para adaptarse a los cambios. Se pierden puestos de trabajo en los sectores tradicionales que no se sustituyen con empleos de calidad, para los que se necesita una mejor preparación, es decir, un sistema educativo potente, mejores universidades y una apuesta decidida por la innovación que no acaba de llegar.
Esas patologías ocurren en todo el mundo. También en Estados Unidos. ¿Cómo iban a ser la excepción? La victoria de Trump es una manifestación de una sociedad vulnerable que no es capaz de comprender los beneficios de la globalización porque, reconozcámoslo, las élites no se han preocupado en construirla sobre unas bases humanas, sólidas y graduales. No captamos, por ejemplo, que muchas de las amenazas percibidas por los europeos respecto de los acuerdos de integración comercial como el TTIP también tienen su contrapunto en EE.UU., pero desde otra visión. En ese país se ve con desconfianza el modelo europeo de agricultura. Muchos recelan ahí, por ejemplo, de las medidas de mitigación del cambio climático, de la protección de las denominaciones geográficas, del creciente protagonismo de la agricultura ecológica o de que puedan ponerse en marcha ayudas para favorecer sistemas agrarios de baja productividad. Seguramente perciben el riesgo de que un tratado internacional podría transmitir el modelo europeo de agricultura más allá de las fronteras de la Unión Europea. Nosotros estábamos en la Unión tan preocupados de que nuestra agricultura estuviera amenazada, y probablemente el miedo americano ha sido superior. Aunque quizás si hubiera ganado Clinton el TTIP también habría entrado en la UVI.
No afirmo que el TTIP haya fracasado irremediablemente. Pero permítanme, sin que sirva de precedente, aportar una visión pesimista. Europa está perdiendo la oportunidad de lograr aliados para compartir una forma de entender el mundo donde modelos alimentarios equilibrados, respeto a los derechos de los trabajadores y un enfoque circular de los sistemas agrarios sean conceptos que puedan extenderse a través de las reglas que rigen el comercio internacional.
Quizás haya que cambiar de estrategia y promover alianzas entre actores sociales de otros países hacia una mayor toma de conciencia de la responsabilidad de la agricultura con el planeta. Por el momento, Europa se va quedando sola y su respuesta probablemente será más proteccionismo, más aislamiento y más división.