Una PAC más justa. Por Joaquín Olona Blasco
La Política Agrícola Común (PAC) sigue teniendo un importante peso en la política comunitaria, al menos desde el punto de vista presupuestario, al tiempo que continúa siendo una de las pocas políticas estrictamente comunitarias respecto de la que los Estados miembros tan solo juegan un papel subsidiario.
Joaquín Olona Blasco. Ingeniero agrónomo y exconsejero de Agricultura y Medio Ambiente del Gobierno de Aragón.
La relevancia de la nueva configuración política del Parlamento Europeo, resultante de las elecciones del próximo 9 de junio, es por tanto incuestionable también desde la perspectiva agroalimentaria y rural.
Las protestas de los agricultores en absoluto deben confundir sobre la utilidad y necesidad de una política agrícola, plenamente comunitaria, para hacer frente a unos retos que, como los de la seguridad alimentaria, la adaptación al cambio climático o la sostenibilidad ambiental, tienen un carácter global y, por tanto, una dimensión claramente transnacional.
Lo que ponen de manifiesto las protestas es que la política agraria comunitaria debe afrontar una profunda reflexión más allá de las medidas de “flexibilización” recientemente adoptadas.
Un primer ámbito de reflexión, de importancia capital, es la fuerte componente tecnocrática que caracteriza la PAC y de la que se deriva muy probablemente la excesiva carga burocrática de la que, con no poca razón, se quejan los agricultores.
Las dos últimas reformas, tanto la de 2013 como la de 2020, iniciaron su andadura con el buen propósito de una “simplificación administrativa”, que se tradujo en todo lo contrario. Sin embargo, la carga burocrática -hasta cierto punto inevitable en todo programa de ayuda pública- no es la peor consecuencia de la tecnocracia imperante en la PAC.
A juzgar por los hechos, y dejando al margen el detonante político ultraderechista y antieuropeo que trata de capitalizar el descontento del mundo agrario y rural, la peor consecuencia de la tecnocracia comunitaria es la imposición de criterios -supuestamente técnicos- que, cuando deben ponerse a prueba, se constata que no cuentan con el apoyo político ni social necesario, derivándose como resultado la poco edificante respuesta de “la marcha atrás”.
Política y tecnocracia
Las dos últimas reformas, la de 2013 y la de 2020, no puede decirse que hayan sido un éxito precisamente. Lejos de contribuir a la mejora de la cultura ambiental de los agricultores y a un reparto de fondos más justo y eficaz, las medidas adoptadas -algunas de ellas carentes de sentido agronómico o impropias de una política agrícola- no han hecho otra cosa que frenar el apoyo preferente a quienes pretenden vivir realmente de la agricultura, así como alimentar la insolidaridad con el resto del mundo y el “antiambientalismo” hasta el punto de la vergonzante petición de la supresión de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas.
Es cierto que la agricultura afronta importantes retos técnicos y tecnológicos que también involucran a la política agraria. También lo es que las decisiones políticas deben tener fundamento técnico. Pero nada de eso debe llevar a la grave irresponsabilidad de que la política institucional siga amparándose en la tecnocracia con tal de no pronunciare ante los retos fundamentales.
Por ejemplo, el papel que debe jugar el modelo familiar y profesional agrario y su preferencia o no en relación con la ayuda pública no es una cuestión técnica, lo es profundamente política. Es por ello por lo que los partidos políticos y sus dirigentes deberían posicionarse con claridad sobre esta cuestión, así como sobre todas las necesarias para configurar una verdadera política agraria.
Y no sólo deberían hacerlo con mucha más claridad, sino como mucha más seriedad, responsabilidad y respeto a la inteligencia. Porque la política agraria quizás no la necesite la agricultura como tal, pero es indispensable para la supervivencia de los agricultores y del mundo rural tal y como lo conocemos, así como para los consumidores que, obviamente, somos todos los ciudadanos.
La tecnocracia en ningún caso debe ser la fórmula de gobernanza de la PAC, ni de ninguna otra política pública. Primero y principal, porque es una anomalía en una sociedad verdaderamente democrática. Pero también, porque ha demostrado su ineficacia para hacer frente a los retos que en estos momentos afronta el mundo agrario y rural.
Las fórmulas vigentes de “cogobernanza” de la PAC, que dan cabida a la tecnocracia, deben evolucionar hacia una verdadera gobernanza, donde cada cual ejerza el papel que su legitimidad le otorga. Y debe hacerse con la máxima urgencia si, entre otras razones, se quiere que el campo europeo, en vez de convertirse en el principal reducto de los reaccionarios frente a la sostenibilidad y la justicia social, siga siendo una de nuestras señas de identidad al tiempo que granero y despensa segura y asequible para todos.